—¡Vamos, Theo! ¡El día apenas comienza!

Flo lo jalaba, casi arrastrándolo con determinación a través de las calles de la ciudad. Esa mañana Theo se despertó al escuchar a Flo tocando a su puerta y no tenía humor para salir.

—¿De verdad tenemos que hacer esto ahora? —preguntó Theo perezosamente—. No quiero perder mi estudio de alemán hoy porque entonces me atrasaré en italiano, y en francés, y en chino. Además hace poco encontré este libro en árabe que me interesa…

Mientras más hablaba, sus ojos más languidecían. Flo lo agarró antes de que pudiera decir más.

—Vámonos antes de que vuelvas a caer dormido.

Los dos se precipitaron hacia las calles de Manhattan: uno ansioso por explorar, el otro ansioso por detenerse. Tan pronto como salieron del apartamento, el ruido y la agitación de Nueva York los consumieron. Mientras que Flo se animaba más con la energía de la ciudad, Theo  se alejaba más de lo desconocido. Flo intentó avivar la situación lo más que pudo, pero Theo estaba demasiado preocupado para divertirse, acobardado bajo los rascacielos y pensando en sus estudios. En treinta manzanas de recorrido, Theo no había quitado los ojos del suelo una sola vez.

Flo empezó a sentirse desanimada a medida que el día se marchitaba. Lo único que quería era mostrarle lo que se había estado perdiendo, pero parecía que él ni siquiera intentaría  darle  una oportunidad. Los pasos entusiastas de Flo poco a poco perdieron su emoción y se redujeron a un paseo sombrío. Estaba a punto de renunciar cuando vio algo que Theo no podría resistir.

—Saluda a los leones —dijo Flo mientras se acercaban al edificio.

—¿Qué leones? Que yo sepa, no hay ninguno en la ciudad…

—Dime si estoy equivocada.

Los ojos de Theo voltearon hacia arriba y efectivamente, encontraron dos grandes leones de piedra explayados sobre pedestales enmarcando la entrada de una monumental estructura de pilares y mármol. Estaba fascinado.

—¿Dónde estamos?  —jadeó.

—¿Este lugar? Es la Biblioteca Pública de Nueva York.

Theo nunca había visto nada parecido. Sólo la entrada era suficiente para sorprenderlo, pero lo que vio adentro lo asombró aún más. Techos de veinte pies de altura y grandiosas escaleras que llevaban a salas y salas llenas de libros. Los estantes alcanzaban grandes alturas con colecciones de todo tipo y las salas que los albergaban eran hermosas. “¿Cómo puede ser esto una biblioteca?”, pensó. Se parecía más al Partenón que a una biblioteca.

—Como dije —señaló Flo— te lo has estado perdiendo.

A partir de ese momento, los ojos de Theo ya no siguieron viendo el suelo. Por donde quiera que iban examinaba las calles tratando de capturar todo lo que se había negado a ver durante tanto tiempo. Rascacielos llenaban las manzanas moldeando el horizonte, el tráfico fluía como un torrente por las calles y la prisa de los transeúntes los movía de un lugar a otro. Exploraron la ciudad durante toda la semana viendo los monumentos imperdibles, visitando tiendas y recorriendo museos. Poco a poco, el extraño hombre estaba finalmente saboreando Nueva York.

Un día, mientras buscaban algo de comer, anuncios con letras chinas e iluminados faroles rojos adornaron su camino hacia “Chinatown”. Fue idea de Flo ir allá para que así él pudiera practicar el chino. A Theo no le encantó la idea pero accedió de todos modos. Encontraron un restaurante que parecía valer la pena y se sentaron en el interior. Cuando el camarero se acercó a su mesa, Flo miró a Theo sonriendo con expectación.

—Buenas tardes, señor ¿qué le gustaría ordenar?

—Eh, yo… —se quedó inmóvil. Sus manos temblaban mientras pensaba rápidamente. Sabía qué decir, lo sabía. Sólo tenía que pensar un momento. Podía hacerlo… pero ¿cómo? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había abierto un libro?

—¿Necesita más tiempo, señor?

Theo miró al camarero, derrotado.

—Oh, no. Voy a querer unos dumplings, gracias.

Theo bajó la cabeza y la sonrisa de Flo se apagó. Comió su almuerzo en silencio, como siempre, pero con la diferencia de que dejó de mirar a su alrededor.

—Theo, ¿a dónde vas?

—No puedo seguir haciendo esto. He estado flojeando demasiado. Necesito volver a mis libros; tengo que volver.

—¿De qué estás hablando? ¡Theo!

Flo lo seguía muy de cerca, nerviosa y temerosa preguntándose qué lo habría afectado. Theo se apresuró ignorándola, con un gran deseo de volver a casa.

—¡Espera! ¿Qué está pasando?

—No tengo tiempo para jugar más. Ya es mucho lo que debo hacer para ponerme al corriente.

—¿De veras esto es por el estudio? Pensé que por fin estabas disfrutando de la ciudad… que por fin estabas viviendo… —su voz se quebró mientras sujetaba su hombro—. Por favor, no te vayas.

Él se detuvo. Se quedaron en silencio entre gente corriendo y el ruido de claxon y sirenas. Finalmente, él se soltó de ella  y siguió su camino. Aquella noche, Theo se quedó mirando los libros apilados sobre su escritorio. Se elevaban por encima de él como los rascacielos que había ignorado tan persistentemente, pero la magia de aquellos edificios hacía falta en estas páginas que le eran tan familiares.


Bruno Palomares

Bruno Palomares

Bruno Palomares tiene dieciséis años y estudia décimo grado en Cinco Ranch High School de Katy, Texas. Nació en Veracruz, México y ha vivido en los Estados Unidos desde los dos años de edad. Desde pequeño ha soñado con ser escritor de libros.