En la salud y en la enfermedad

“Prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad…”

Esta promesa que profesamos en el altar el día de nuestra boda es sin duda una hermosa forma de expresar la aspiración de vivir el resto de nuestra vida juntos. Refleja la disposición ideal para vivir una vida tranquila —confiando en el otro— y plena —al sentirnos felices y realizados como personas, sabiéndonos amados y acompañados por alguien que siempre estará a nuestro lado.

Es relativamente fácil vivir esta promesa cuando todo va bien: familia, salud, economía. La prueba viene cuando no todo es tan estable y nos enfrentamos a una realidad que no es la que idealizamos. En nuestro caso, el desequilibrio vino por un cambio en la salud de mi esposa.

Hace unos meses ella necesitó una intervención quirúrgica. No sólo fue una cirugía complicada, sino que requirió de varias semanas para que su sistema gastrointestinal pudiera recuperarse totalmente. Este evento tuvo un gran impacto en nuestra vida cotidiana y fue más fuerte que todo lo que habíamos vivido hasta entonces.

Para empezar, yo no tenía idea del peso que se me venía encima, pues la carga de las labores diarias (trabajo, casa, hijos) se fue toda de momento para mi lado. La vida continúa normal para todos y los compromisos tienen que cumplirse. Tal vez unos días es soportable y uno se adapta a la situación, pero cuando esto se extendió por semanas y meses, fue requiriendo de todo mi ser para seguir adelante.

La mente no descansa y juega un papel importante en nuestras vidas. No es lo que sucede a nuestro alrededor lo que nos afecta, sino lo que nos repetimos en la mente una y otra vez, lo que nos pone en un estado emocional negativo.

Por ejemplo, a mi esposa convaleciente el temor y la incertidumbre la castigaban pensando que quizás lo que tenía era más grave de lo que le decían los médicos. Su angustia aumentaba a medida que pasaban los días y su recuperación no llegaba. Al verse inutilizada se preocupaba más, pues veía que los compromisos y los gastos no paraban. Pequeñas cosas afectaban su estado de ánimo y estaba muy vulnerable a las actitudes y comportamientos de los demás, pues su autoestima andaba por los suelos.

Yo, por mi parte, estaba lleno de trabajo y preocupación con casi el doble de las actividades diarias. El cansancio no me permitía recibir bien los comentarios de los demás, especialmente cuando me daban consejos para ayudar a que mi esposa se recuperara. Reaccionaba con enojo cuando escuchaba alguna sugerencia que supondría más trabajo para mí.

Estar a cargo de todo requería que yo tomara decisiones con las que ella no siempre estaba de acuerdo y en ocasiones yo juzgaba que no me escuchaba ni me valoraba. En ese estado de ánimo me costaba aceptar que después de hacer tantas cosas, algunas no servían de nada.

Tal vez, lo duro de la prueba para ambos fue el no tener satisfecha la necesidad de vernos valorados y de recibir cariño del otro, pero ninguno tenía la capacidad de darlo en esos momentos.

Dicen que después de la tempestad viene la calma y que por muy mala que ésta sea, siempre pasa. La promesa de amar y mantenernos fieles a ese amor resultó difícil, pero gracias a Dios, no imposible. Esta experiencia nos ayudó a madurar haciéndonos conscientes de lo frágil que es la vida y del cambio tan drástico que podríamos experimentar si uno de los dos faltara. También nos sirvió para fortalecer nuestro amor, pues la motivación más fuerte para los dos durante la prueba era recuperar la vida que teníamos antes, comprometidos a vivir y actuar buscando la felicidad del otro.


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